En la oscuridad de un habitación, una sombra se movía sin detenerse. Una silueta masculina apenas se percibía por la luz de la luna que penetraba por la ventana como cómplice de la culpa.
Residía en un edificio, un pequeño departamento lo suficientemente grande para ella, y lo suficientemente chico para dos.
Era maestra de danza moderna, daba clases en el Museo de Arte de Lima. Pero a pesar de esto, prefería mostrar sus habilidades en un nigth club de Miraflores. En donde –según ella– jamás se había acostado con algún hombre por dinero.
Le gustaba estar sola –a pesar de aquellas extrañas compañías– al menos eso decía o parecía, a menudo se la veía con los ojos húmedos.
Le gustaba salir a caminar, como a las cinco de la tarde. Caminaba hasta un parque cerca de su departamento, ahí, con un cigarrillo siempre en los labios, quedaba inmóvil por un par de horas, como si esperase a alguien.
Fue en una de esas tardes cuando el hombre de quien hablamos en el inicio de la historia la conoció. Era primavera. Él la vio, vio en su espíritu la tristeza, y en su cuerpo, la gloria. Desde entonces, él, cada día a las cinco de la tarde iba a verla para observarla.
Tres días después, ella notó a aquel desconocido. Notó que la observaba, y le pareció extraño. Desde entonces, cada día sus miradas se cruzaban y se sonreían ligeramente. No era amor. Simplemente la duda de quiénes eran.
Pero llegó el día en que las miradas fueron insuficientes, en que los cigarrillos pasaron a un segundo plano, en que las visitas a aquel parque se tornaron una especie de cita con el desconocido. Jamás habían cruzado palabra alguna, pero a veces las miradas, que parecen decir mucho, necesitan la ayuda de la sinfonía de las voces.
Ella estaba como siempre, sentada en esas típicas banquillas que hay en los parques y con el cigarrillo en sus labios. Estaba buscando con la mirada a aquel extraño, pero no lo encontró en el puesto habitual. Notó que alguien se sentó a su lado, pero no tomó importancia “dónde estará, por qué no ha venido hoy”, se preguntó.
Pero una voz, que jamás había oído, interrumpió sus pensamientos “¿me das un cigarrillo, amiga mía?”, le dijeron.
Ella de un salto al oír la palabra “amiga” se volvió y vio al hombre de todos los días. Ella le extendió un cigarrillo, y una pequeña e innecesaria conversación salió a flote. Hablaron de todo, de política, religión, amor, entre otras cosas, pero jamás se preguntaron el nombre. Pueda que se haya debido por el temor hacerse amigos, o amantes, y dejar de ser los perfectos desconocidos.
Era martes, aquella noche ella no debía ir a bailar al night club, quizás por eso la conversación se extendió por cinco horas. Ellos ya creían conocerse de toda la vida. Ella veía en él al amigo que jamás tuvo. Él veía en ella un tipo de ángel encarnado.
Decidieron beber un café, él propuso ir a un restaurante cerca de ahí, pero ella lo invitó a su departamento. Él aceptó.
Al llegar, ella sirvió café, charlaron un poco más, las miradas volvieron a cruzarse y sucedió aquello que sucede cuando un hombre y una mujer, deseosos del uno al otro, están solos en una noche.
Él estaba tan incrédulo a lo que sucedía, había observado a aquella mujer durante días, deseándola, fantaseándola; y en aquel momento estaba entre sus brazos. No, no era amor.
Pero en aquel instante, cuando él empezaba a disfrutar de aquella realidad, ella metió sus manos en el bolsillo, sacó tres billetes de cien dólares y dijo “nada es gratis, ni siquiera yo”. Pero a él no le pareció importarle y continuó.
Y así ambos sucumbieron en la noche, entre las sombras, entre los ligeros gritos fingiendo amor.
A la mañana siguiente, ella ya no estaba.
Pero al llegar nuevamente las cinco de tarde, volvieron a encontrarse en el parque. Esta vez no era necesario tanto ritual. Él sacó tres billetes de cien dólares y la invitó esta vez a su casa.
“Nunca habrá una tercera vez, eso no es profesional” dijo ella. Se puso de pie y aceptó la invitación de su acompañante. Aquella noche, después de hacerla nuevamente suya, ella se levantó y antes de despedirse dijo “la magia se acabó, hasta nunca”. Y se marchó.
Él quedó absorto. Estaba obsesionado, no podía dejarla marchar así de fácil, necesitaba de su cuerpo, de su aroma, del placer que sólo ella le producía. Llegada las cinco de la tarde fue a buscarla nuevamente, pero ella no estaba. La esperó, pero nunca llegó.
Una semana después él estaba desesperado, fue a buscarla a su departamento poco antes de las cinco, la vio salir.
Ella le explicó que había cambiado su lugar de visitas, que ya no encontraba nada nuevo en el viejo parque al que solía visitar. Esto ofendió tanto a aquel hombre que la tomó por el cuello, sacó una pistola y la hizo ingresar nuevamente a su departamento.
Ahí dentro, ella quiso defenderse, pero fue en vano, él estaba sicótico, le arrancó la blusa y la disfrutó, la disfrutó quizás mejor nunca. Ella no podía gritar con el pañuelo que él había colocado en su boca, se defendía, pero todo fue en vano.
A las horas, él se vio desnudo en el cuarto de aquella mujer, sin poder creer lo que había hecho. El sonido de la ducha interrumpió sus pensamientos. Y, a pesar que sabía que jamás la volvería a ver, caminó hasta el baño con la esperanza de volver a verla. Pero ahí en la bañera, sólo encontró el cuerpo sin vida de aquella mujer. Ya no tenía gloria, ya no tenía semblante de quinceañera. Sólo vio un cuerpo, el cuerpo de una extraña.